Recién entrada la madrugada del 23 de mayo, trasteaba con el móvil y hablaba con mi amigo Joaquín de vídeos virales, le mandaba capturas de nadie en particular y me entretenía entre redes sociales. Todo muy banal. Todo muy de lunes por la noche para entrar en sueño. Abrí Facebook y una publicación de un diario nacional informaba que la Policía confirmaba varios muertos tras dos explosiones en el concierto de Ariana Grande en Manchester. Joaquín fue el primero al que se lo conté porque tenemos en común algunas pequeñas obsesiones: el terrorismo, las Kardashian y las divas del pop.
Me estremecí. Primero leí algunos tuits sobre lo irrelevante de informar de quién era el concierto. Nada más lejos de la realidad. Teniendo en cuenta que Ariana Grande es una de las grandes artistas de pop internacional actual y comenzó su carrera en el canal Nickelodeon, un Manchester Arena abarrotado suponía juntar miles de niños, adolescentes y sus padres y veinteañeros en general. Es imposible olvidarse de las imágenes de la sala Bataclán de París, pero esta vez, el terrorismo buscó un objetivo más indefenso todavía.
Aquella madrugada me desvelé esperando novedades del atentado. Fue con mi madre con quien hablé después y no hicieron falta demasiadas palabras para adivinar su preocupación sobre algo que conoce bien: yo misma volví la noche anterior de pasar el fin de semana entero de festival con mi hermana. Ningún atentado es diferente a otro, pero algo se revuelve por dentro cuando llega una situación que te resulta familiar.
Cuando se esclareció lo sucedido, sentí rabia e impotencia. La suerte se la jugó a los fans de Manchester, pero te puede pasar a ti en cualquier momento. Todavía recuerdo otro tipo de rabia, la que sentí por perderme el concierto de Beyoncé de 2016 en el Palau Sant Jordi de Barcelona. Todo vuelve a parecer banal comparado, pero era un sueño que de haberse cumplido, me hubiera convertido en la fan más feliz del mundo. Y es que los conciertos y sobre todo los de este nivel, son como un sueño. La música trata de eso: evadirte del mundo, hacerte saltar de alegría y llorar en tu día de mierda, revolverte por dentro, hacerte recordar, recapacitar, ponerle acordes a un recuerdo y en definitiva, hacerte sentir.
El año pasado, el Estado Islámico -concretamente su policía religiosa-, arrestó a un joven de 15 años tras encontrar en su móvil música occidental contraria a los principios de la organización yihadista. Después de varios meses preso, le decapitaron y entregaron el cuerpo a su familia. Además, se prohibió la música en coches, fiestas, tiendas y espacios públicos así como las imágenes de personas en los escaparates de los negocios. Se aprovechan de la indefensión y seguridad personal con actos cobardes y despreciables, su objetivo es abrir una brecha e implantar miedo donde había estabilidad.
La música debería salvar vidas, no arrebatarlas. La sensación que se vive en un concierto es difícil de explicar si se hace con sentimiento y nada debería apagar esa pasión. Aquí no hay análisis sobre terrorismo ni grandes reflexiones en política internacional y Defensa, sólo un recordatorio para seguir haciendo lo que más nos gusta sin miedo, sin dejarse amedrentar. La música siempre al rescate.